Según la Biblia, este mundo es una creación, un regalo de Dios para todas las personas. Pero la codicia y la envidia han destruido en gran medida el hogar paradisíaco que Dios había deseado y desea para ellos. Los humanos se han vuelto como lobos contra sus semejantes. Y como nadie piensa que está recibiendo lo suficiente, eso lleva, generación tras generación, a la opresión, el robo y la guerra.
Los profetas del Antiguo Testamento denuncian repetidamente la idolatría de los bienes materiales que conduce a esto. Primero, reprenden a los poderosos por esclavizar a los pobres y despojarlos de sus derechos: “Oíd ahora, príncipes de Jacob y cabezas de la casa de Israel: ¿No os preocupa saber qué es lo justo? que aborrecen lo bueno y aman lo malo” (Mi 3,1-2). Para estos profetas, el comportamiento equitativo que nace de la solidaridad con los débiles y desfavorecidos se convierte en la piedra angular del verdadero culto: “Aborrecí, abominé vuestras solemnidades, y no me complaceré en vuestras asambleas. (…) No escucharé los cantos de tus instrumentos. Pero el juicio corre como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo” (Am 5, 21-24). De este modo, los profetas proclaman un Dios que se pone del lado de los pobres y de los explotados.
graffiti en un edificio de apartamentos
Jesús de Nazaret está completamente de acuerdo con este pensamiento. Dado que su vida está enraizada en la devoción a Dios, no necesita riquezas, no necesita ser alguien. Se contenta con ser el «hijo amado de Dios». De hecho, se distancia de todas las posesiones materiales. Y, puesto que considera el amor de Dios como la plenitud más profunda, no tiene necesidad de hacer cálculos angustiosos o mezquinos. Da libremente su tiempo, su energía, toda su vida. Por su espíritu generoso, hace visible la generosidad de Dios, que hace salir de él el sol sobre malos y buenos (Mt 5,45).
Jesús tiene un cariño especial por los extranjeros, los enfermos y los pobres. Al mismo tiempo, advierte una y otra vez a los ricos sobre los peligros de su riqueza: “Pero ¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo” (Lc 6,24). Aquellos que deseen seguir a Jesús deben deshacerse de las salvaguardas externas que proporciona la propiedad. Deben poner toda su confianza en Dios, quien a su vez les dará todo lo que necesitan. Y su corazón no puede permanecer atado a las cosas externas; sólo Dios debe ser su tesoro.
Aquellos que ingresan a esta escuela de vida obtienen la libertad que les permite desprenderse de las posesiones. Quien busca a Dios e imita el altruismo y la generosidad de Cristo, escapa a la trampa de medirse con los demás y convertirse en un rival. Aquellos que acepten y encarnen la amistad desinteresada de Jesús tenderán la mano a su prójimo de manera desinhibida y ayudarán a construir una cultura de verdadera humanidad y justicia.